Mariano, o la fuerza de Dios (Capítulo dos)

Biografía del Venerable P.Mariano Avellana Lasierra,
Misionero claretiano
Apóstol de los enfermos, los presos y los más necesitados

                                                                  Agustín Cabré Rufatt, cmf

Capítulo Segundo

La capital de Chile se extendía, por 1870, hacia las cuatro esquinas de la geografía con un crecimiento desigual. Con el paso de los años había superado ampliamente los límites que le dibujara el Alarife Gamboa, trescientos años antes, allá en los comienzos.

Entonces el gobernador don Pedro de Valdivia había decretado su existencia con el nombre de Santiago del Nuevo Extremo.

Cuando el capitán general -el primero de unos cuantos que en su historia se han atrevido a desafiar al ridículo con ese título de faramalla- plantó la santa cruz y levantó la espada dividiendo el aire a mandobles, frente a sus mesnadas intrusas, la ciudad había iniciado su vida turbia.

Valdivia cortó ramas de espinos y de mirtos, aromos amarillos, trasladó piedras de un lugar a otro, bebió de las aguas del río y gritó amenazas a todo aquel que quisiera disputarle el señorío del terreno que se acababa de robar, según las ordenanzas viejas para la fundación de ciudades. Así había nacido el caserío pajizo repartido en solares, entre el montículo peñascoso de Huelén, la Cañadilla de García de Cáceres, la ribera sur del Mapocho y la Cañada de San Lázaro (actualmente Cerro Santa Lucía, Avda. Brasil, Río Mapocho y Alameda Bernardo O’Higgins).

Tres siglos habían roto las vallas, y el pobrerío se había diseminado levantando ranchas al norte del río y al sur de la Cañada, ocupando también los llanos sabrosos hacia el poniente, dando origen a calles y barriadas.

El sector de Belén era una de ellas, ubicada en dirección al sur, en las inmediaciones del Camino de la Cintura (hoy Avda. Manuel Antonio Matta), el mismo que antes se llamaba el Callejón de los Monos. Más al sur estaban las posesiones campestres de familias adineradas: viñedos, huertas, incipientes plantaciones de frutales, ganadería, y las casas humildes y terrosas del inquilinaje.

En el barrio de Belén se habían avecindado los Misioneros Hijos del Corazón de María que habían llegado a Chile casi metiéndose por la ventana en la diócesis del arzobispo don Rafael Valentín Valdivieso.

En realidad, él no los había llamado a colaborar con su carga pastoral.

Quien había atravesado medio mundo en busca de una congregación religiosa que se encargara de cuidar una capilla y sufrir las devociones de un grupo de mujeres piadosas, era un cura avejentado que tenía tantas virtudes como manías.

Don José Santiago de la Peña a veces afirmaba ser español y nada menos que originario de Sevilla, lo que le parecía el colmo de la hispanidad, y en otras ocasiones reconocía haber nacido en Colombia. Era un antiguo jesuita convertido en misionero apostólico.

Ya viejo, se embarcó un buen día rumbo a Roma y fue a parar al convento mayor de los frailes mercedarios, donde hizo su ofrecimiento: entregar a perpetuidad su capilla y la casa adjunta, como también la huerta, que poseía en la calle del Dieciocho, en la capital de Chile, a una congregación que incentivara el culto al Corazón de Jesús y atendiera al beaterio de Canto y Oficio que había fundado en un momento de inspiración divina o de cambio de luna.

El padre Reig, superior de los mercedarios en todo el mundo, escuchó con paciencia al viajero y pensó que ya tenía en el arzobispado de Santiago varias comunidades de su orden: desde luego, en la ciudad capital, y también en Valparaíso, Quillota, Chimbarongo, Melipilla, Rancagua, Talca y Curicó. Una comunidad más, y con la obligación de atender beatas, en realidad no le interesaba.

Pero aquí en nuestro convento de San Adrián tenemos albergado al arzobispo Claret -dijo-. Participa en las sesiones del santo Concilio, y es el fundador de una congregación misionera que se titula Hijos del Corazón de María.

Con cariño el padre Reig recordaba que había pertenecido a esa congregación cuando la persecución religiosa suprimió a los mercedarios en España. El, como varios otros sacerdotes de Órdenes que habían sido prohibidas (jesuitas, benedictinos, mercedarios), tuvo acogida entre los misioneros del arzobispo Claret; un alero fraterno que lo cobijó por varios años.

Don Santiago de la Peña se entrevistó con Claret. El arzobispo lo remitió al superior general de su congregación, padre José Xifré, que estaba en el sur de Francia reorganizando el grupo desde sus cimientos, porque, al fin de cuentas, la persecución religiosa en España también había dispersado a los misioneros, y ahora estaban comiendo el pan amargo del destierro.

Mientras el cura de la Peña seguía su caminata, Xifré recibió cartas del arzobispo Claret, quien le escribió con el corazón esponjado de gozo, como en sus años jóvenes:

-Se me ha presentado don Santiago de la Peña y, según me ha dicho, tiene una capilla dedicada al Corazón de Jesús y una casa contigua a la capilla. Me ha dicho que ha venido expresamente a verme para que yo le procurase tres o cuatro sacerdotes de la congregación a fin de que cuidaran de esa capilla y se dedicaran a las misiones, a los retiros, etc. Piensa entregar esa capilla a los sacerdotes que vayan…

 – El señor De la Peña, de Chile, ha sido tenido por un señor piadoso, pero como ahora ya es de edad, es un poco chochoso…

 -He recibido la muy apreciada de usted, juntamente con la copia del sacerdote chileno; y a la verdad es satisfactoria y me alegro que usted haya opinado por la aceptación… En América hay un campo muy grande y muy feraz; con el tiempo saldrán más almas para el cielo de la América que de la Europa. Esta parte del mundo es como una viña vieja que no da mucho fruto, y la América es viña joven. Los obispos que de allá han venido al Concilio y que con mucho gusto he visitado y tratado, son muy instruidos y virtuosos. Yo ya estoy viejo, pues cumpliré por las navidades 62 años, y la quebradura me desanima, pues basta que cambie el tiempo y me hallo fatalísimo; pues si no fuera por esto, allá volaba…

No fueron tres o cuatro, sino siete, los misioneros que el padre Xifré envió con don Santiado de la Peña rumbo al fin del mundo. El de más edad tenía 43 años, y el más joven apenas 23. Investido con poderes de “superior de América”, a los 36 años, estaba el padre Pablo Vallier.

El vapor inglés “Magallanes” zarpó de Burdeos el 15 de diciembre de 1869, y el 21 de enero de 1870 anclaba en la rada de Valparaíso.

Hacía apenas cuatro años que el puerto había sido bombardeado a mansalva por una escuadra española que se vino en son de guerra a lavar honras perdidas y gesticular amenazas frente a las costas de las repúblicas americanas del mar Pacífico.

Después de sufrir los cañonazos, los navíos chilenos se habían apoderado, en un golpe de suerte y de audacia, de la nave española Covadonga. Los intrusos fueron rechazados también en El Callao; entonces el almirante de la escudra pirata tomó una determinación que selló definitivamente las peleas: se suicidó de un balazo en la boca, diciendo que era preferible tener una honra sin marina que una marina sin honra, y pidiendo en su testamento que no lanzaran su cuerpo en aguas chilenas ni peruanas.

Terminada la guerra tonta, los ánimos habían quedado agriados. Por eso, cuando los misioneros llegaron a Valparaíso, encontraron rostros esquivos y miradas de atufamiento que se convirtieron, por arte de magia, en gesto amigo cuando la ignorancia de un empleado de la aduana imaginó que los recién llegados no eran españoles.

-Vienen de Francia -dijo mirando los papeles y documentos en los que aparecían apellidos agudos: Vallier, Baró, Escriú… ¡Son franceses! ¡Bienvenidos a Chile!

Las primeras horas en la nueva patria fueron de descanso de tanta navegación, recibidos como hermanos en la casa de los jesuitas del puerto. Allí estaba el padre Mariano Capdevila, quien rebuscó entre sus papeles una carta ya amarilla por los años y que mostró complacido a los misioneros:

-Por esta carta supe que mi vocación a la Compañía de Jesús era cierta -dijo-. Consulté con un hombre santo, y aquí está la respuesta.

Pablo Vallier tomó el papel y leyó, sorprendido:

-He recibido su carta y veo que me habla de su vocación, de la que yo jamás he dudado; solamente la consideraba tierna para llevar las pruebas que regularmente suelen ocurrir. ¡Anímese y pase adelante! Su s.s., Antonio Claret, presbítero, 14 de enero de 1845.

El padre Capdevila estaba agradecido. Hacia la medianoche acompañó a los misioneros al tren y pagó los pasajes hasta Santiago.

-A las seis de la mañana, con un cielo sereno y hermoso, con una temperatura agradable aunque era el rigor del verano, contemplamos por primera vez, cómo el sol aparecía entre las perpetuas nieves y se elevaba majestuoso sobre la cordillera de Los Andes- escribió Pablo Vallier en sus apuntes.

Sin embargo, las buenas impresiones de la llegada se convirtieron en dudas de incertidumbre a la semana de haberse instalado el grupo en la casita junto a la capilla del Corazón de Jesús, en la calle del Dieciocho.

Las beatas de don Santiago de la Peña armaban y desarmaban a su antojo como dueñas de casa, se metían en todo, circulaban como en campo propio, dedicadas a un sinnúmero de devociones irritantes. Por esos años el arzobispado de Santiago había advertido acerca de la extravagancia de tragar papelitos con oraciones para curar males de vientre y puntadas al hígado, y poco después prohibía una devoción llamada “de la mano poderosa”, consistente en medallas en forma de una mano abierta, con una llaga en la palma y las figuras del Niño Jesús, la Virgen María, nuestro padre san José y los abuelos san Joaquín y santa Ana en cada una de las puntas de los dedos. También prohibía una “cruz de la inmaculada concepción”.

Uno de los misioneros, el padre Marcos Domínguez, tomó el toro por los cuernos o a las beatas por el moño, que era lo mismo:

-¡Desde este momento no entra en casa vieja alguna! ¡Y si entra, nosotros nos vamos!

Pero, en realidad, no tenían dónde ir. El arzobispo Valdivieso estaba en Roma en las tareas del Concilio, y el padre Xifré, al otro lado del mar. Tampoco tenían dinero para el regreso.

La iglesia de Santiago estaba a cargo del vicario general, obispo José Miguel Arístegui. Cuando el padre Vallier preguntó por él en el Arzobispado, le respondieron que estaba de vacaciones, seguramente jugando a las cartas, porque era temible jugador de “malilla”.

Entonces apareció don Manuel Parreño, canónigo de la catedral y provicario en ejercicio.

-¡Ustedes son Hijos del Corazón de María! -exclamó, recibiéndolos, alborozado-.  ¿Saben que yo he sido el fundador, en Santiago, hace ya catorce años, de la Archicofradía del Corazón de María?

Vallier, Domínguez y los otros vieron el cielo despejado.

Poco después dejaban la calle del Dieciocho con todas las beatas alborotadas, se comprometieron a devolver a don Santiago de la Peña el valor de los pasajes del barco, y se avecindaron en la casa y capilla de Belén, ofrecidas por don Manuel Parreño, en uno de los barrios más tenebrosos de la capital, allí donde ni la policía se atrevía a entrar a determinadas horas de la noche.

Capítulo Tercero