Mariano, o la fuerza de Dios

Biografía del Venerable P.Mariano Avellana Lasierra,
Misionero claretiano
Apóstol de los enfermos, los presos y los más necesitados

                                                                  Agustín Cabré Rufatt, cmf

Capítulo Primero

-Antes de que pusieran este tren, había solamente un sendero, porque era un sendero no más, que se venía orillando los montes y saltando las aguadas. Ahora el viaje se hace como Dios manda; antes eran puras cuestas. Cuestas y bandidos; el que no pasaba acompañado de fuerza policial por los algarrobales de Colina, era hombre muerto o mujer… a ver, cómo le digo, o mujer trajinada, ¿me entiende, padrecito?

-Duros eran esos tiempos -dice alguien que se había presentado como inspector municipal en algún caserío escondido-. Ahora venir al norte es como un paseo, un verdadero paseo, ¿o no, Rudesindo?

-Así, no más, es, caballero. Me acuerdo que fue el Intendente Mujica el que limpió el terreno. Les metió bala a los bandidos hasta no dejar “palo parado” (1).

-¿Palo parado? –pregunta Mariano Avellana acomodándose en el asiento de madera de un vagón de tercera clase que traquetea a barquinazos violentos que a veces lo separa y otras lo estrella contra el ventanuco sucio del tren.

-Claro, pues, padrecito. No dejó palo parado.

-“Pararse” es ponerse de pie -dice el padre Bayona-. En España solamente significa detenerse; aquí en Chile, además, quiere decir, estar de pie.

-Así será como dice el padrecito –afirma uno y vuelve a contar historias de bandidos tropeleros.

Han salido de Santiago en las primeras horas, con la luz apenas sospechada por los gallos, en un día a comienzos de octubre, para sufrir lo que el hombre que dijo ser funcionario municipal señaló como buen paseo y que a los tres clérigos les parece desencuadernamiento.

Para el padre Cristóbal Soteras (37 años, voz de catequista, porte enclenque y mirada sana) y para el padre Mariano Avellana (29 años, voz potente, hombros cuadrados) es la primera misión en Chile. En cambio, el padre José Bayona que los acompaña, lleva casi tres años en el país y ha dado muchas misiones en la zona central. Ahora, a los 43 años, va como cabeza del equipo misionero que se pondrá al servicio del cura don Manuel Gálvez, en el curato de la Purísima Concepción de Colina, para diez días de predicaciones.

Cuando el parloteo de los comienzos se va apagando por cansancio en el tren, un clérigo dormita, otro hace oraciones leyendo en un libro gordo, y Mariano saca del bolso una libreta; apunta que en Chile “pararse” significa también estar de pie; después se pone a repetir mentalmente algunos nombres que le han dicho son caseríos del curato de Colina; una letanía de aprendizaje escabroso porque las sílabas se le enredan en la boca y se le confunden aun más con las trepidaciones del tren:

-(Peldehue, Chacabuco, Chicureo, Polpaico, Quilapilún… A ver, de nuevo: Peldehue, Chacabuco, Chicureo, Polpaico, Quilapilún…). Padre Bayona, padre Bayona, qué quiere decir Quilapilún?

Bayona siente la pregunta tan lejana, que abre un ojo, molesto, y lo vuelve a cerrar.

¿Quilapilún? -pregunta a su vez con una voz todavía en  penumbras.

-Señor -dice Mariano mirando hacia otro costado, empecinado en aclarar un nombre que le hace cosquillas en la lengua-, ¿sabe lo que quiere decir Quilapilún?

El funcionario municipal carraspea para no demostrar ignorancia.

Es nombre de indios –afirma.

Un campesino que está sentado en la banca del frente mira al misionero, esboza una sonrisa desdentada y no dice palabra.

-(Este es un aragonés machacón –cabecea el padre Bayona-. Es un “maño” de tomo y lomo, y no dejará a nadie en paz hasta saber lo que quiere. ¿Para qué querrá saber eso justamente ahora? ¿Para qué diablos, perdóname Señor, querrá saber eso de Quilapilún?)

El tren lanza al cielo torbellinos de humo negro, da pitazos de lástima, y por fin llega a la estación pobre en medio de un cloqueo de gente que empieza a mover canastas y bolsas de frutas, bultos rechonchos, cestas cubiertas con paños blancos, cambuchos y tabaques que van pasando de mano en mano entre voces de saludo, de alerta, de encargos traídos desde la capital, en un alboroto que los misioneros apenas pueden entender.

El padre Soteras mira a Mariano y los dos ven que el padre Bayona pestañea volviendo a este mundo.

-Hablan demasiado rápido estos chilenos; se tragan las letras, achican las palabras, y de vez en cuando, dejan caer unos terminajos antiguos, tan castizos, que ni siquiera nosotros, que venimos del otro lado del mundo, podemos descifrar -dice el padre Soteras.

Entre la marea campesina de la estación, al bajar la escalerilla, encuentran a sus guías.

-¿Ustedes son los padrecitos de la misión? Vengan por acá. Les “tenimos ensillás” las potrancas “pa’ endilgar” hasta el “poblao”. Vengan por acá, sus mercedes -dicen dos hombres de piel soleada que calzan botas altas y mantienen en las manos unos sombreros alones. Ellos les dan la bienvenida mostrando una sonrisa en la que faltan dientes y sobra la acogida.

El V. P. Mariano, décadas después de su llegada a Chile.
El V. P. Mariano, décadas después de su llegada a Chile.

El aire es límpido a esa hora del mediodía. Y desde ese momento los misioneros se van bebiendo el paisaje con todos los sentidos despiertos. Trotan y después galopan por senderos polvorientos, entre alamedas de romance que dejan entrever hacia el oriente la cordillera gris y blanca, tan cercana que les parece una pared colosal que pueden tocar con las manos. Es tan alta y corpulenta que para mirarla entera tienen que echar las cabezas hacia atrás hasta sentir resbalar los sombreros de teja.

Pasan frente a casas chatas de paredes de barro seco, blanqueadas alguna vez con cal, casas somnolientas y con techumbre de totora. Las mujeres que lavan ropa o tiran semillas y desperdicios de verdura a las gallinas innumerables, siguen en sus trabajos aldeanos como si el mundo fuera solamente de bateas y aves de corral.

Unos chiquillos miran asombrados la galopada, y los perros salen en estampida detrás de las alazanas castañas, ladrando hasta quedar despernancados por la corredera.

-Es Chile -se vuelve a repetir Mariano, sintiendo un estremecimiento por los recovecos del corazón-. Son las misiones de Chile. Aquí es donde voy a predicar el Evangelio…

Los pensamientos se le vuelan por sobre las alamedas solemnes, por encima de los montes enormes que los antiguos llamaron cordillera de nieves, más arriba incluso del cielo limpio, hasta llegar a regiones de vidrio, y allí se ponen a vagar, libres y agradecidos, convertidos en oración en la que se le confunden Almudévar, Huesca, Aragón, el mar Atlántico, la capilla de Belén en Santiago, Quilapilún y los campos serenos de Colina.

Las potrancas alfaraces llegan rendidas, con los ojos saltones y con espuma en las tarascas, cuando los jinetes detienen la correría después de tragarse casi veinte kilómetros que los separan de la estación del ferrocarril.

El cura don Manuel Gálvez ve apearse a los misioneros y sale a su encuentro con los brazos abiertos.

-¡Bienvenidos, padres…, bienvenidos! ¿Muy duro el camino? Pasen a descansar unos momentos, porque dentro de media hora empieza la misión.

Entonces el padre Bayona distribuye las tareas siguiendo el Reglamento: un misionero hará el saludo al pueblo y dará inicio a la oración del rosario, al que preceden cantos de devoción popular. Otro va a desarrollar los temas de los sermones doctrinales, en un tono de catecismo amable y familiar; desde luego, el indicado es el padre Soteras. Habrá más cantos, no sólo referidos a temas celestiales, sino a situaciones bien quemantes que pondrán de color encarnado los rostros de los campesinos, mientras a sus mujeres les bailará la sonrisa en la boca. La canción del borracho, por ejemplo:

-“Con horrible insensatez, el borracho en su demencia, a sus hijos por herencia deja hambre y desnudez…”

Bayona, como hombre de más experiencia, se reserva la predicación de los sermones morales, destinados a remecer las conciencias buscando la conversión. Mientras tanto, Mariano se encargará de las confesiones hasta altas horas de la noche.

Así se empieza.

-Mañana -dice Bayona– descansaremos un poco más y nos levantaremos a las cinco…

Y les recuerda las oraciones de la madrugada, la lectura de las Constituciones de su congregación misionera, la celebración de las misas, el desayuno tempranero, las predicaciones a diversos sectores, las visitas a las casas del pueblo y de la campiña, el catecismo de niños y adultos, la preparación de los sacramentos.

A mediodía, el cura Gálvez los acompaña a la mesa y les cuenta cosas que les ayudan a situarse en la realidad campestre que van conociendo.

-Acabo de entregar el terreno del frente de la casa parroquial para que se haga una plaza para el pueblo. Les he puesto como condición que de ningún modo se tengan allí diversiones poco honestas o inconvenientes, ni venta de chucherías. Queremos un lugar agradable para todos. (4)

Añade que les tiene a los misioneros una buena noticia: el arzobispo de Santiago le ha autorizado para aceptar una disposición testamentaria de doña Dolores García de Serrano, en la que deja un capital de dos mil pesos para costear, con sus réditos, una misión anual en la parroquia (5).

-Tengo varias capillas apartadas -dice- que se van a beneficiar con esto; porque ésta es una parroquia muy antigua y muy extensa. La creó don Fernando de Barrionuevo, que fue el segundo obispo de Santiago allá por 1579; es la segunda parroquia más antigua, y abarca muchos lugares campesinos: Rungue, Polpaico, Quilapilún…

-¿Qué significa Quilapilún? -salta Mariano, interesado.

-En lengua mapuche quiere decir Tres Orejas.

-¡Vaya, por Dios, pensé que era algo con más poesía!

El monte con tres corcovas o tres molduras que los indios imaginaron como tres orejas, ve pasar de vuelta a los misioneros, camino de Santiago, diez días después. Los dos primerizos llevan el corazón alborotado: han predicado la Palabra, han convivido con campesinos sencillos como sus arados de palo, han dado catecismo explicando verdades simples y a la vez profundas que sacan a los hombres de los surcos y a las mujeres de las cocinerías de leña de espino, para recordarles que son mucho más que eso: llamados a ser hijos de Dios, con un destino más alto que sus montañas, y más allá de sus caminos.

A proclamar el Evangelio habían venido. Ahora vuelven con el corazón contento.

Capítulo Segundo