Ven. P. Mariano, apóstol de los enfermos

La dedicación del Ven. P. Mariano Avellana a quienes sufrían el quebranto físico y espiritual, sobre todo en los precarios hospitales de su época, llegó a ser proverbial entre sus hermanos de congregación. Y él mismo la esbozó en cartas a misioneros y familiares, así como en propósitos y otros escritos espirituales.

Puede asegurarse que una característica primordial de su espiritualidad, vocación y misión fue su entrega a evangelizar y servir a los enfermos.

En Valparaíso, primer puerto del país y entonces uno de los principales de Sudamérica, vivió el Padre Mariano entre 1885 y 1887, como superior de su comunidad. Cerca de ella se alzaba el hospital San Juan de Dios, hoy Van Buren. En carta a un hermano de congregación decía Mariano:

“Este hospital es cosmopolita; acuden enfermos de muchas naciones. Aquí se ven ingleses, irlandeses, escoceses, suecos, normandos, holandeses, belgas, prusianos, franceses (españoles y portugueses son raros), turcos, griegos, italianos, chinos, africanos y americanos de todas las repúblicas… Al hospital llegan marineros, presos, policías, prostitutas, soldados y aventureros extranjeros. Hay 18 salas con un número flotante de 600 enfermos”.

Fabuloso campo sería este para su corazón misionero, incansable en el afán de llevar a todos al conocimiento y amor de Dios. Pero igual que en ese abigarrado centro hospitalario, desplegaba sus ansias en los de pequeños pueblos o centros mineros. Donde supiera que había enfermos, allí estaba.

Y si de misiones se trataba, misionaba también en los hospitales, sala por sala. Y si le era posible, cuando terminaba el ciclo comenzaba otro. Una de sus grandes satisfacciones fue confidenciar que ningún enfermo que pudo atender murió sin los sacramentos.

Lo que no decía,  pero fue atestiguado en su causa de canonización, es que no sólo predicaba a los enfermos, sino que dedicaba sus pocos ratos libres “a afeitar  a los más pobres y desvalidos, a cortar el cabello, a desinfectar las ropas, a lavar y vendar las heridas, a hacer curaciones, a limpiar baldes, bacinillas, escupideras y orinales”.

Si amó y cuidó de tal forma a los enfermos en una realidad mucho más precaria que la actual, es dable alentar la esperanza en que algún enfermo grave confiado a su intercesión vivirá pronto el milagro de sanación que se necesita para su beatificación.