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Nuevo aniversario de la pascua del Padre Mariano Avellana

Ciento trece años han transcurrido desde que el 14 de mayo de 1904 expiraba en el hospital de un pequeño pueblo del norte minero de Chile el misionero claretiano Mariano Avellana Lasierra.

Moría en su ley: predicando la última de más de 700 misiones populares –de esas que duraban en promedio entre 8 y 10 días– con las que había sembrado el Evangelio por más de 31 años a lo largo del extenso país occidental del confín de América.

Había llegado de España en 1873, a los 29 años y con sólo 5 del sacerdocio que había asumido en el clero diocesano aragonés, para, dos años después, sumarse a los misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, fundados por el posterior arzobispo Antonio María Claret.

Tiempos duros vivían este y sus hijos desde que en 1968 fueran desterrados a Francia por la revolución liberal que aventó del trono a Isabel II y la exilió con, entre otros, su consejero espiritual, Claret, y sus misioneros.

Atraído por Pablo Vallier, su antiguo profesor en el seminario de Huesca, que se había unido a los más tarde llamados “claretianos”, Mariano hizo lo propio. Así, Vallier encabezaría en 1870 la osada aventura de fundar “a ciegas” al otro lado del océano la primera comunidad claretiana de Chile y América, adonde Mariano Avellana llegaba también tres años después.

Con porfía de hierro

Hombre de propósitos tajantes como su carácter férreo, Mariano había dejado patria, una familia acomodada y una promisoria carrera eclesiástica tras descubrir la voluntad de Dios en su vida: santificarse evangelizando sin tregua al pueblo sencillo, sufriente y postergado, como su mentor Claret..

Llegó así a Chile con la decisión “¡o santo, o muerto!”, y con ella se lanzó por ciudades, campos, montañas y desierto de la abrupta geografía chilena, en una misión evangelizadora donde se negaría al descanso, pero no al dominio propio y el sufrimiento.

Porque, de entrada, más de una vez Mariano escandalizó por arrebatos de su carácter irascible, con el que, sin embargo, luchó hasta convertirlo en suave, acogedor y misericordioso; ello le valió el apodo de “el santo Padre Mariano”. Incansable en la tarea evangelizadora, sería considerado “el mayor misionero que conociera Chile en el siglo XIX”.

Que no lo fue sin grandes sacrificios lo atestiguan dolorosos padecimientos físicos que afrontó en secreto y sin que mermaran su ritmo de trabajo misionero, con el que se entregó primordialmente al servicio de los enfermos, los presos y los más abandonados.

Desplazándose incansable hasta lugares apartados –a caballo a pie, en carretelas, o más lejos en precarios barcos–, un día se le reventó un absceso en la pierna derecha, que llegó a convertírsele en una llaga enorme. Jamás le cicatrizó, y la sufriría por diez años, hasta su muerte. Pero siguió haciendo su vida normal y cabalgando por campos y montañas, con asombro de los pocos que conocieron su secreto.

Este sufrimiento se sumó a una dolorosa herpe que, provocándole erosiones severas en el vientre, lo atormentó por veinte años e igualmente hasta la muerte; y más que la llaga en su pierna, según uno de sus biógrafos. Por último, una parálisis facial le torcería por un tiempo la boca, dificultando gravemente su predicación misionera, hasta que, a fuerza de constancia, oraciones y tratamientos dolorosos, logró superarla.

Sacrificio del día a día, y martirio sangriento

Un testimonio de vida como el de Mariano Avellana no habría sido posible sin una fuerza motriz interior tan poderosa como incontenible. La profundidad de su fe, la fidelidad a su vocación y la decisión de seguir al Señor lo movieron a evangelizar sin cansancio y a pesar de aquellos grandes sufrimientos.

No fue, ciertamente, un mártir al estilo de centenares de claretianos que han entregado su vida en forma sangrienta para testimoniar su fidelidad a Dios y a su pueblo.

Cincuenta y uno de ellos –casi todos muchachos veinteañeros–fueron asesinados en Barbastro en 1936, y beatificados como mártires por Juan Pablo II  en 1992; dieciséis más, de Sigüenza y Fernán Caballero, fueron beatificados en 2013, y otros 109, de diversas comunidades, lo serán, Dios mediante, el 21 de octubre próximo.

Conforman todos una corona martirial que en el sangriento conflicto español de 1936-’39 sumó 271 claretianos victimados, numerosos de los cuales continúan en proceso similar de reconocimiento. Igual testimonio de consecuencia dieron Mariano González y Andrés Solá en México, Modesto Arnaús en Colombia y Rhoel Gallardo en Filipinas.

El martirio parece ser así como un sello de santidad entre los hijos de Claret. Talvez el fundador haya logrado alcanzar así su propio sueño incumplido de morir derramando testimonialmente su sangre. No obstante, su entrega sin medida a la evangelización misionera sobrepasando sin claudicación las limitaciones personales y las dificultades, fue para Mariano Avellana y otros como él un ejemplo señero para perseguir la santidad en el martirio de un sacrificio diario sostenido hasta entregar la vida en el servicio misionero.

Que no sólo han sido heroicos los centenares de claretianos que han enfrentado las balas en fidelidad a sus votos, lo prueba el que a Mariano Avellana le fue reconocida por el papa Juan Pablo II la “heroicidad de sus virtudes”, al declararlo “venerable” el 23 de octubre de 1987.

Desde entonces la familia claretiana sigue promoviendo su causa e implorando del Señor el milagro que permita su beatificación.

Entretanto, su consecuencia de vida en el cumplimiento de la voluntad de Dios como evangelizador “herorico”, a tiempo completo y en las fronteras humanas, sociales y geográficas, constituye prototipo cabal de sacerdotes, religiosos y laicos evangelizadores al estilo que el papa Francisco reclama hoy para la Iglesia.

 Alfredo Barahona Zuleta